FACTORES DE TRANSFERENCIA CONTRA EL CÁNCER Y ENFERMEDADES DEL SISTEMA INMUNE
Por: CENIC HEALTH DIVISION.
INVESTIGACIONES INICIALES SOBRE FACTORES DE TRANSFERENCIA
La respuesta al cáncer está probablemente en el propio sistema inmune, entrenado desde hace millones de años para afrontar cualquier enfermedad. Una capacidad que se transmite a través de los denominados factores de transferencia presentes en el calostro de la leche materna y que son los que permiten al recién nacido afrontar un entorno adverso precisamente cuando es más débil. Pues bien, dos corrientes científicas están trabajando con ellos como herramienta en el tratamiento del cáncer y otras patologías. La más consolidada científicamente es la que los obtiene de los glóbulos blancos de la sangre y cuenta ya con experiencia clínica positiva en pacientes de cáncer. A ella se une la prometedora investigación de ciertos laboratorios nutricionales que apuestan por obtener los factores de transferencia del calostro de la leche de vaca.
La gran mayoría de los tratamientos alternativos y complementarios contra el cáncer presentados en los últimos meses tienen un factor común: afrontan la enfermedad mediante el uso de sustancias o procedimientos encaminados a potenciar el sistema inmune y mejorar así su rendimiento frente a las células tumorales con un coste físico y anímico infinitamente menor del que suponen la quimioterapia y la radioterapia. Porque todos ellos podrían considerarse bazas del sistema inmune en la lucha contra el cáncer.
Que el sistema inmunitario permite no sólo afrontar cualquier patología sino en muchos casos prevenirlas lo sabemos desde que se descubrió que podemos inmunizarnos mediante el uso de vacunas. Fue en 1776 cuando un médico inglés llamado Edward Jenner administró la primera: contra la viruela. Jenner había observado que las amas de cría que se contagiaban de la viruela de las vacas -que no causa problemas de salud importantes- parecían quedar protegidas ante la viruela humana -normalmente mortal-. Y para comprobar si era así el 14 de mayo de 1796 inoculó en el cuerpo de un niño llamado James Phipps pus procedente de la pústula de una mujer infectada con la viruela de la vaca.
El 1 de junio, una vez el muchacho se recuperó de la infección, Jenner le inocularía la viruela humana. Y como esperaba, el muchacho nunca desarrolló la enfermedad. Jenner denominaría a su técnica «vacunación», término que deriva precisamente de la palabra latina vacca. Es decir, que sin tener ni idea de cómo ocurría -la primera referencia a la existencia de los virus la hizo el botánico Dimitri Ivanovsky casi un siglo después, en 1892- Edward Jenner había dado los primeros pasos en el ámbito de la Inmunoterapia descubriendo una manera eficaz de impedir a las personas desarrollar enfermedades serias.
Curiosamente la conexión entre el cáncer y el sistema inmune se descubriría dos años antes -en 1890- cuando aún se ignoraban sus complicados mecanismos de funcionamiento. Ese año el médico neoyorquino William B. Coley se había quedado intrigado ante la desaparición de tumores malignos en pacientes de cáncer que habían contraído infecciones estreptocócicas agudas y sospechando que la respuesta natural del organismo a la infección bacteriana podía ser la responsable de la regresión del tumor decidió realizar un experimento e inyectó estreptococos vivos en un paciente con un cáncer inoperable para ver si el tumor remitía. Pues bien, tras tres cultivos bacterianos… el cuarto ¡produjo la desaparición completa del tumor!
Coley continuó su investigación hasta desarrollar una mezcla de bacterias muertas -que acabó siendo conocida como «las toxinas de Coley»- y trató, junto a otros médicos, a más de 1.000 enfermos de cáncer con ellas. Obteniendo un éxito desigual. Así que como los resultados eran imprevisibles el método terapéutico terminaría cayendo en el olvido.
Ya en 1909 un científico llamado Paul Ehrlich afirmó por primera vez que la incidencia del cáncer sería mucho mayor si no fuera por la vigilancia del sistema inmune, capaz de eliminar e identificar las células tumorales recién divididas. Con lo que ya entonces puso a nuestro sistema de defensa en el centro del control del crecimiento tumoral. Aproximadamente 50 años después dos científicos -Lewis Thomas y Frank MacFarlane Burnet- retomarían la convicción de Paul Ehrlich y comunicaron que un tipo especial de célula inmunitaria -la «célula T»- era el pivote central de la respuesta del sistema inmune contra el cáncer.
Ello llevó a la acuñación de la expresión «vigilancia inmune» para describir la actitud permanente de alerta del sistema inmunitario contra las células cancerosas. Sin embargo, esa afirmación generó una notable polémica que continuaría hasta la publicación el 26 de abril del 2001 de una investigación en la revista Nature titulada «IFN-gamma y los linfocitos previenen el desarrollo del tumor primario y configuran la inmunogenicidad del tumor». El artículo estaba escrito por Robert D. Schreiber y sus colegas de la Washington University School of Medicine de St. Louis en colaboración con Lloyd J. Old -médico del Ludwig Institute for Cancer Research y del Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York-. La evidencia experimental presentada en el documento demostró inequívocamente que el sistema inmune impide a los tumores desarrollarse -y a menudo incluso que aparezcan- jugando pues un importante papel protector frente al cáncer.
Como era de prever hoy son cada vez más los científicos que estudian la relación entre el sistema inmune y las células tumorales. Estando entre las estrategias más usadas actualmente dentro del amplio campo experimental de la Inmunoterapia la inmunización de pacientes con material diseñado para provocar una respuesta capaz de eliminar o retardar el crecimiento tumoral. En este grupo cabría incluir los trabajos con antígenos tumorales ya que la identificación de genes que codifican la formación de cadenas peptídicas en la superficie celular de los tumores y que pueden ser reconocidas por las células T proporcionan la base teórica para su funcionamiento.
A diferencia de la mayoría de las vacunas empleadas con los agentes infecciosos la Inmunoterapia antitumoral activaría la respuesta inmune contra ciertos antígenos a los cuales ya ha sido expuesto anteriormente. Por esa razón la vacunación con antígenos que expresen proteínas y péptidos tumorales podría mejorar la eficacia de nuestro sistema inmune contra los procesos tumorales. Recordemos, en este sentido, las vacunas con antígenos de la orina elaboradas por el doctor mexicano Salvador Capistrán (vea lo publicado al respecto en el apartado «Cáncer» de nuestra web). Bueno, pues a esa línea de investigación corresponden los trabajos realizados con los factores de transferencia de los que vamos a hablar y que pueden ser genéricos o específicos para cada patología.
LA MEMORIA DEL SISTEMA INMUNE
En 1949 el doctor H. Sherwood Lawrence usó extractos de leucocitos o glóbulos blancos para demostrar que la respuesta inmune se transfiere de un humano que da positivo a la exposición a un antígeno específico a un receptor que da negativo… a través de pequeñas proteínas a las que llamó factores de transferencia. La irritación superficial (la respuesta positiva) en el sujeto que previamente no había manifestado ninguna respuesta del sistema inmune ante el antígeno específico demostraba que ésta sí estaba teniendo lugar y que el sistema inmune había adquirido a través del factor de transferencia conocimiento sobre el antígeno específico. Lo importante de la investigación de Lawrence fue que demostró que la «memoria inmune» era transmitida sin necesidad de inocular anticuerpos reales. Bastaba con los factores de transferencia, proteínas de bajo peso molecular. Por supuesto, todavía hay quienes niegan hoy la realidad de los factores de transferencia. Aunque no es, desde luego, el caso de quienes trabajan con ellos.
Como el doctor Sergio Estrada -investigador del Departamento de Inmunología de la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico Nacional de México y miembro de la Sociedad Mexicana de Inmunología- quien trabaja desde hace ya 30 años con los factores de crecimiento. «Nadie creyó a Lawrence al principio -nos diría el doctor Estrada- y todavía hay mucha gente que no quiere creer, ni quiere saber nada del Factor de Transferencia. Pero se convencen cuando empiezan a tratar a los pacientes con el producto».
Llegados a este punto hay que explicar que los factores de transferencia son cadenas peptídicas compuestas de decenas de aminoácidos que parecen almacenar toda la experiencia del sistema inmune. El gran salto intelectual es entender que los factores de transferencia no transfieren anticuerpos ni los crean directamente sino que su función es la de educar, enseñar a las células del sistema inmune a reconocer antígenos específicos que pudieran pasarles inadvertidos. Por eso es por lo que probablemente la medicina alopática tiene problemas para admitir su existencia y sus posibilidades terapéuticas. Se trata, en suma, de una visión completamente distinta de los modelos farmacológicos normales.
Cabe añadir que los factores de transferencia no curan nada sino que trabajan para hacer al sistema inmune «más inteligente», para que sea el propio organismo el que pueda eliminar la enfermedad. Son pues vitales en el desarrollo de las estrategias del sistema inmune contra la enfermedad y los gérmenes invasores. Y son además inmunomoduladores ya que no fuerzan una respuesta global sino específica y adecuada a cada ocasión. Para entender su funcionamiento puede decirse que es como si los factores de transferencia almacenaran «fotografías químicas» de los virus, bacterias, hongos y parásitos con los que estuvieron en contacto en el propio organismo o en el de otros y transmiten esa información a las células encargadas de combatir la enfermedad en el organismo donde son introducidos.
Y sus posibilidades son casi infinitas a juzgar por las declaraciones efectuadas por el doctor Estrada: «Los factores de transferencia son útiles en las enfermedades producidas por bacterias, virus, levaduras y hongos. Es el caso de enfermedades tan distintas como la tuberculosis (meningeal, renal y cutánea), la lepra, la coccidioidomicosis, la diabetes tipo II, las dolencias renales, la otitis, el herpes Zoster y simple, la hepatitis B, la toxoplasmosis, la leishmaniosi, el asma, la dermatitis atópica, la rinitis, la artritis reumatoide, la psoriasis, la esclerosis múltiple o el sjogren, entre otras muchas. Y lo mismo cabe decir en los casos de cáncer de riñón y próstata así como en melanomas y linfomas».